domingo, 15 de febrero de 2015

Aprenda educación vial con un auto de Lego



En una de las laderas de tonos terrosos que conectan la ciudad de La Paz con la de El Alto hay un carro encajonado en un abanico de riscos. Se despeñó hace varios años, tras salirse de la calzada por exceso de velocidad, y desde entonces permanece ahí como sardina enlatada. En su momento, aquel vehículo se convirtió en un improvisado ataúd. Era un amasijo de fierros. “Y no se salvó nadie. Los bomberos tuvieron que emplear una grúa y sacaron los cuerpos en canastillo. No había otra forma de hacerlo”, recuerda en su despacho Jhonny Aguilera, un teniente coronel de la Policía boliviana con aires de ilusionista y buenos mo- dales que trabaja desde hace varios meses como juez de tránsito.

En su jurisdicción, Aguilera atiende una media de dos percances diarios, unos 60 al mes, alrededor de 720 anuales, y además es la máxima autoridad a la hora de resolver disputas viales. Cuando dos conductores no son capaces de ponerse de acuerdo, saca sus maquetas a escala y sus autitos de juguete y reconstruye la escena con la minuciosidad de un ingeniero. A su vera, suelen ubicarse los afectados —y, en ocasiones, también sus abogados—. “Cuando uno está al volante, siempre cree tener la razón de su parte —me comenta arqueando ligeramente las cejas, como si fuera un profesor que se dirige a su clase—. Y nosotros somos los encargados de hallarle un sentido a los acontecimientos” (es decir, de adivinar quién es el mentiroso tras una colisión inesperada o un atropello).

Las maquetas, explica el teniente coronel, son, como tantas otras cosas, “una invención de la guerra”. Aníbal, el famoso general cartaginés que era conocido por su contingente de elefantes, se valió de ellas para conquistar la península ibérica antes del nacimiento de Cristo. El ejército espartano las usaba para frenar los intentos de invasión del persa. En los siglos XVIII y XIX, Napoleón mandaba construir tableros con relieve para impartir lecciones de geografía y ganar batallas. Y hoy, en sus dominios, Aguilera utiliza los suyos para calmar los ánimos; y para enseñar a respetar las normas de tráfico.

Su accesorio preferido es un interesante conjunto de piezas de Lego que uno puede transformar en lo que quiera: en nave espacial, en un camión de carga o en una vagoneta, por ejemplo. El parque automotor en miniatura de los verde olivo se completa con un cisterna negro, dos coches liliputienses y otros tres más grandecitos de diferentes colores. “Y el que casi todo el mundo elige es el amarillo —cuenta Aguilera mientras lo sujeta—. Seguramente, porque es más citadino y porque tiene la pinta de un deportivo”.

Según el grupo Cruises News Media, la probabilidad de que alguien fallezca dentro de un crucero tras una avería seria es de una entre seis millones. Para la organización National Safety Council, en los vuelos comerciales la probabilidad aumenta: es de una entre 7.229. Y la Oficina de Administración de Ferrocarriles de Estados Unidos indica que, de cada 431.800 viajes en tren, solo uno acaba en tragedia. En cualquiera de estos medios de transporte nos sentimos más o menos protegidos. Las estadísticas, en cambio, no son tan benévolas cuando nos enfrentamos a las carreteras: según la Organización Mundial de la Salud, cada año mueren 1,3 millones de avezados automovilistas en ellas.

Modus operandi

El accidente más rocambolesco que protagonizó Aguilera fue en un cruce, una mañana en la que apretó el acelerador para no llegar tarde al gimnasio. “Me confié porque temprano la vía suele estar vacía, no paré donde debía y me golpeé con otro —se lamenta—. Al final, fue algo muy tonto, pero jamás me olvidaré de esa experiencia”. “Es mejor perder un minuto de tu vida que perder la vida en un minuto”, filosofa luego.

Cuando se produce un choque —generalmente, por culpa de los malos hábitos de los choferes—, el equipo de Aguilera no solo alista las maquetas que fabricaron los cadetes en sus escuelas. “También acudimos al lugar de los hechos”, me aclara. Y allá la manera de actuar suele ser bastante similar a la que vemos en las series de televisión después de un homicidio. “Primero, fijamos la posición de los carros con un spray y luego analizamos su estado y buscamos otra señales (como líquido de frenos o huellas de llanta). Y todo eso nos sirve después para calcular la velocidad y el desplazamiento”.

Aguilera me habla luego de una movilidad que se quedó sin ruedas delanteras en mitad de una avenida, y a continuación agarra uno de sus carros chiquitos que también está desprovisto de ellas y hace el amago de recrear aquel episodio funesto. En su oficina, la imaginación es como la fe: mueve montañas (y a veces incluso las atraviesa).


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